Página de José Manuel García Marín

Página de José Manuel García Marín

La intención, al abrir este nuevo blog, es guardar en él relatos completos, míos o ajenos, para quienes quieran leerlos en su totalidad. Desde el blog principal pondré un vínculo a éste en aquellos artículos que, por su extensión, sea aconsejable.

martes, 9 de octubre de 2007

La lámpara de plata - José Manuel García Marín


Las inquietas luces de la gran lámpara de plata, que el piadoso Tammin ben Buluggin había donado a la mezquita aljama de Málaga, centelleaban en las retinas de Abu l-Barakat ben al-Haŷŷ; pero, éste, si bien tenía la mirada perdida en ellas, permanecía ensimismado.

Sentado sobre la alfombra, el juez apoyaba su espalda en una de las columnas de mármol, cara al mihrab, y se acariciaba la barba, negra todavía. Le preocupaba el motivo de su llamada a la fortaleza por el todopoderoso visir de Muhammad V, Abu Nu’aym Ridwan, que había entrado en la ciudad dos días antes. La misma fecha de su llegada, dos guardias de la escolta se presentaron en su casa, en el barrio de los Adarves, con la misión de entregarle un mensaje escrito de puño y letra del visir, en el que se reclamaba su presencia, para dos días después, antes del mediodía, pero sin ninguna otra aclaración. El cadí lo releyó varias veces por hallar, si no la razón, al menos el tono con que se había redactado, mas era enteramente formal y ambiguo; ni rastro de parabienes o de reconvención alguna.

Tampoco él encontraba causas, por muchas vueltas que le diera. Había trabajado con tenacidad para alcanzar el cadiazgo. Durante los largos años que empleó en el estudio, incluso enfermo, no dejó de asistir a las lecciones de su maestro y, más tarde, administró justicia, combinando, como se le enseñó, lógica y conocimiento, intuición y buena dosis de benevolencia. En cada caso, pues, repartió mente, espíritu y corazón en las proporciones adecuadas para sentir, íntimamente, que su labor iba más allá de la mera diligencia.

A esa escrupulosidad suya se refirieron, hacía ya casi un año, al destacar sus méritos cuando lo elevaron al cargo de primer juez, bajo la imponente cúpula mayor del sagrado templo, como era tradición en Málaga, con las trece naves atestadas de personajes relevantes, fieles y curiosos en general.

Sumido en sus pensamientos, no oyó los pesados pasos del hombretón que se encaminaba a él por detrás de su nuca, quizá por el sigilo con que procuraba andar éste. Su aspecto era más inquietante por la brutalidad que expresaba aquel rostro moreno, de ojos pequeños, desconfiados, hundidos bajo los arcos superciliares, y de mandíbula cuadrada, sobresaliente, que por su estatura, que sobrepasaba en una cabeza a la de un hombre común; o las enormes manos, una de las cuales apoyaba en el puño de la larga daga, como de palmo y medio, que colgaba de su cinto de piel de becerro. Al muecín le recorría por el espinazo un desagradable frío, siempre que se lo tropezaba. Pero hoy la mezquita estaba desierta.

El cadí notó que le tocaban el hombro con suavidad. Sin embargo, se volvió sobresaltado, tan abstraído se hallaba.

—¡Ah! ­Mussa, mi fiel servidor –exclamó, mientras se le acompasaban los latidos y recuperaba el resuello.

—Mi señor, me pediste que te avisara –dijo, justificándose, el fornido individuo.

—Bien, vamos. Aún hay tiempo de dar un paseo antes de dirigirme a la Alcazaba.

Salieron por la puerta principal, la que daba al patio de los naranjos. El cielo, aunque gris, no amenazaba lluvia, pero estaba siendo crudo aquel diciembre. Ibn al-Haŷŷ, con un movimiento rápido, se envolvió mejor en el amplio manto negro. Debajo llevaba sus mejores galas, como cumplía para visitar a un ministro, y éstas, de buen lino con ribetes de seda, no abrigaban mucho precisamente.

En lugar de dar un rodeo y acercarse a la alhóndiga de la Puerta del Mar, como tenía por costumbre, y continuar luego pegado al lienzo de muralla hasta la Puerta de Buenavista, o de Pescadores, como prefería llamarla el pueblo, prescindió de la primera y directamente fue a traspasar esta última.

Si a su paso por las callejas era saludado, conocido y querido por gentes de toda condición, los pescadores, habituados a verlo casi a diario, le ofrecían boquerones, sardinas o de lo que hubieren, en muestra de cariño, de respeto, pues más de un pleito había dirimido sin notable perjuicio para ninguna de las partes. Desde allí, no sólo veía a los marineros en sus faenas, cosiendo redes, preparando pescado para salarlo o calafateando milenarias jábegas, sino que gustaba de observar el mar. Porque el mar siempre era el mismo, pero, dotado de vida propia, en ocasiones venía rizado y verde; otras, azul y en calma, entretanto el sol devanea en sus aguas; a veces, en cambio, de tal vehemencia, que pareciera querer arrollar y tragarse la muralla con la espuma de sus olas, fragoroso, aunado el estruendo de cien batallas... y esa brisa, de olor a sal, que refresca el ánimo, lo despierta y, mudada de soplo a viento, mantiene inmóviles a las bulliciosas gaviotas, estáticas en pleno vuelo como por una suerte de milagro.

Atravesó la puerta de nuevo y dobló a su derecha, más al sur, hacia el espolón donde los genoveses tenían la alhóndiga. Había visto la carraca genovesa atracada en el puerto, en la dársena de levante. Junto a ella hormigueaban cargadores, comerciantes, capataces, marineros y hombres pendientes de la vigilancia, que evitaban las mermas que los rateros ocasionaban a las mercaderías. Le atraía la atmósfera de actividad febril, ruidosa, vocinglera, que se desarrollaba en torno a la carga o descarga de los barcos; gozaba con la visión de los fardos, las maromas, las innumerables mercancías con que traficaban los ligures, mediante acuerdos firmados con el Reino de Granada, y que guardaban en sus almacenes para más tarde despacharlos: metales, vasijas de cobre, papel, seda -en dura competencia con pisanos y toscanos-, paños, algodón, especias, tintes y, sobre todo, pasas, higos y almendras, todos ellos productos de Málaga, que partirían a los mares del norte.

Estimó la altura del sol, brillante a través de las nubes. No debía retrasarle el placer. Marchó sin separarse del muro de defensa, que corría paralelo a la línea de costa, seguido por Mussa, para entrar, al final de éste, por la Puerta de la Alcazaba. Los guardias, reconociéndolo, le saludaron al franquearle el paso. Ascendieron la cuesta para llegar a la Plaza de Armas y cruzaron la Puerta de los Arcos. Algo más al interior, junto a los Cuartos de Granada, el servidor se adelantó y habló con el que supuso jefe de la guardia:

—A mi amo, el cadí de la ciudad, lo espera el visir, a quien Allah colme de bendiciones.

El guardián, jefe también de la escolta personal del ministro y, por tanto, venido de la Alhambra, no conocía a aquel hombre por quien hubo de alzar incómodamente la cabeza para mirarlo, pero se alegró de no tener que enfrentarse a él.

—Que pase a la primera estancia y aguarde allí –dijo, señalándole una sala de medianas proporciones-. Tú –añadió-, espera aquí, con nosotros.

Abu l-Barakat se entretuvo admirando la discreta belleza de la sala y el panorama del puerto que regalaba el mirador, entre sus arcos polilobulados.

El plenipotenciario nazarí salió personalmente a recibirlo. Algo tan poco común que rompía el rígido protocolo, lo que confundió aún más al desconcertado cadí. Acaso ese fuera el efecto que el primero pretendía. Tras los saludos de rigor, el orondo y desenfadado Abu Nu’aym Ridwan asió del brazo al juez, en clara señal de confianza, y lo condujo él mismo al Palacio de los Naranjos.

Una vez en él, le indicó que se sentara en los almohadones más próximos a su persona y dio dos palmadas. En unos instantes, dos esclavas entraron en el aposento con sendas bandejas repletas de dátiles, queso de oveja y leche de cabra. Era evidente que deseaba agasajarlo.

La rica manga bordada en oro se acercaba a Ibn al-Haŷŷ, cada vez que su dueño alargaba el brazo hacia las bandejas, depositadas delante de ambos.

—Querido cadí –se determinó a comentar-, todos los informes que me llegan sobre ti son elogiosos por tu rectitud y sabiduría, no exenta de compasión, lo que te engrandece más y aun enaltece a la dinastía, porque prueba el fervor del sultán, al que Allah proteja, y sus ascendientes, por dotar a su pueblo de hombres íntegros y virtuosos que lo sirvan lealmente y lo contenten.

El juez miraba a los ojos de su interlocutor, tratando de analizar el verdadero significado del discurso con que le honraba, en el que no le había pasado desapercibido cómo, sutilmente, el ministro se ensalzaba a sí mismo. Pero no era más que eso: un discurso cortesano. Le urgía saber la auténtica causa. Para lograrlo, nada mejor que incitar al poderoso anfitrión a abandonar inútiles circunloquios.

—Perdona mi atrevimiento pero, ¿has invertido parte de tu valioso tiempo sólo para alabarme? Es un honor innecesario el que me haces.

El visir lo miró a su vez. La pregunta, descarada, revelaba que al alto funcionario de justicia no le agradaban los rodeos. Pero, a pesar de la descortesía, merecía su consideración.

—Te he mandado llamar –expuso, ya sin más preámbulos-, para saciar mi curiosidad, y a petición de una influyente familia de esta ciudad, que ha solicitado repetidas veces mi intervención, por un caso que tú has juzgado y que les afecta. Sin embargo –ahora sus ojos expresaban franqueza, observó el juez-, no te he convocado para que rectifiques la sentencia, créeme; eres libre de revisarla o, por el contrario, de ratificarla. Tienes mi palabra.

Abu l-Barakat sonrió complacido.

—Si me haces ver que estoy equivocado, no tendré objeción alguna en cambiar el veredicto. ¿De qué asunto se trata?

De entre las ropas, el ministro extrajo un billete con unos nombres anotados, que se dispuso a leer.

—Está referido a un contrato de compra y venta, por el que Aixa, esposa de Sa’id al-Saffar, vende una huerta a Ibrahim al-R.ri al Yundi en la Huerta Oriental de Málaga. El comprador demanda a Aixa por haber omitido decirle que en ella había sido muerta una mujer, con anterioridad a la compra, al entender que el bien contenía un vicio oculto.

—Sí, lo recuerdo perfectamente –contestó el cadí-. Ibrahim alegaba que la huerta se quedó deshabitada, porque la gente decía que habían visto espectros diabólicos. En resumen, y por los perjuicios que decía tener, exigía que se le rebajara el precio acordado y pagado.

—También sé que consultaste a varios alfaquíes, que se mostraron a favor de acceder a la petición del comprador y, no obstante, resolviste en contra de él –el visir se acomodó entre los cojines, antes de continuar-. ¿Cuál fue la razón de que hicieras caso omiso de ellos y dieras por bueno el contrato?

—Estuve reflexionando sobre ello largo tiempo. Lo de la mujer asesinada no estaba demostrado, eran simples murmuraciones. Entonces llegué a la conclusión de que, si el demandante estaba tan seguro, que aportara él la prueba; y le pedí que informara de la fecha exacta del crimen y que presentara uno o más testigos. Como no lo hizo, validé el contrato. En realidad –quiso aclararle al ministro-, estaba convencido de que Ibrahim lo único que perseguía era la rebaja mediante esta argucia.

—No me decepcionas, Ibn al-Haŷŷ, estaba persuadido de ello, pero quería conocer las razones y ahora, además, sé de tu perspicacia. De cualquier modo te rogaría que volvieras a meditarlo, por si se te ocurre algún medio de satisfacer al demandante sin otorgarle todo lo que reclama.

El omnipotente visir se incorporó, dando por concluida la entrevista.

—Ha sido un encuentro muy instructivo –terminó por decir, sonriente.

—¡Que Allah te guíe! –le deseó Abu l-Barakat, despidiéndose.

—¡Que Él te guarde y te acompañe! –respondió Abu Nu’aym.

El cadí, como solía, se presentó temprano en la mezquita mayor, hizo sus abluciones, oró y, ya sentado, se recostó contra la columna habitual. No cesaba de pensar en la conversación del día anterior con el visir. Quizá su veredicto había sido demasiado inflexible. Miró la lámpara mientras repasaba las circunstancias del caso. Resplandecía especialmente, ¿la habrían pulido? Las luces de sus exquisitos cálices titilaban reflejándose en el cuerpo central, que cintilaba con chispas hipnóticas, minúsculos puntos que parecían brotar del noble metal, efímeros, como la ventura humana, y que saltaban, cegadores, a las pupilas del juez. Éste pestañeó, en inútil lucha. Se le cerraban los ojos, aunque su voluntad pugnara por conservarlos abiertos. Intentó retirar la vista, pero no pudo. Creyendo vencer, se durmió. Inmediatamente apareció la figura de una joven mujer desconocida. Portaba un cesto de mimbre, apoyado en la cadera. Callejeaba por el noroeste de la ciudad, cerca de las tenerías próximas a la Puerta de la Explanada de los Alardes, donde vivía. Era una de las esclavas de un rico mercader que la compró para el servicio de su casa.

La imagen se borró, sustituida por otra en la que un apuesto menestral, de más o menos su edad, le ofrecía, galanteador, unas flores que ella acogía con regocijo.

Abu l-Barakat no escuchaba las palabras que se cruzaban, pero entendió que se amaban y que él le prometía trabajar sin descanso, hasta obtener el dinero suficiente para comprarla a su amo. Luego se casarían y arrendaría un terreno con una casita, humilde, claro, pero en la que serían libres y felices. Ella lo colmaría de hijos, que serían su alegría y, tal vez, en el futuro, alguno de ellos mandaría una tropa o se convertiría en un respetable alfaquí, para honra de la familia. Él imaginaba, entusiasmado. Ella sonreía, embelesada. Los tres soñaban.

Los jóvenes se separaban, y él, Anwar, que así se llamaba, regresaba al taller de alfarería, donde fabricaba las más bellas vasijas de cerámica de la localidad con la técnica de la «cuerda seca», en muy diversos colores, si bien su favorito era el verde manganeso. El maestro para el que trabajaba, lo consideraba un buen oficial, digno de toda su confianza. Lo conocía desde que entró como aprendiz, casi un niño, y nunca le había fallado. Por tal motivo, en ocasiones, lo dejaba a cargo del taller.

Nayibe, que era el nombre de la muchacha, iba a la tienda de paños de Mustafá, en los aledaños de la alcaicería, a comprar unas telas corrientes que le habían encomendado. Al propietario le cambiaba la cara cuando la veía entrar. No estaba enamorado, pero la deseaba. Las formas generosas que poseía, apetecibles, sin ser ostentosas, excitaban su libido, lo enardecían. Siempre que Omar, su ayudante, se hallaba ocupado, el taimado le hacía un presente: retales de tela, un pañuelo... Tocarle las manos al descuido, lo inflamaba.

Ella admitía los insignificantes obsequios agradecida, como procedentes de alguien amable y caritativo al que le conmovía su estado de absoluta pobreza; acaso la viera como una hija, creía inocente, pues la diferencia de edad así lo haría suponer. Pero la vieja Lubna, parroquiana asidua del tendero y experimentada casamentera, adivinó enseguida la verdadera finalidad del rijoso mercader.

—Bonita cara tiene la moza –murmuró al oído del comerciante, burlona-. Una joven tan lozana haría las delicias de un hombre como tú, mas dos amos tiene.

—¿Tú la conoces? –preguntó interesado, y se arrimó a la entrometida mujer por que no les oyeran-. ¿Qué sabes de ella? Y, ¿cómo es eso de que tiene dos amos? Vamos, habla –le apremió impaciente.

—¡Lubna conoce a todo el mundo! –afirmó, orgullosa y atenta a las reacciones de Mustafá-. Es esclava de un rico, en la Puerta de la Explanada de los Alardes. En cuanto a su corazón, ya tiene dueño. Ya ves, dos amos.

—¿Quién es él? –inquirió, impetuoso.

—¿El rico? –soltó con maldad, por retrasar la respuesta.

—¡El otro! –exclamó enfadado.

—Muy informado quieres estar tú, a costa de esta pobre viuda –observó con picardía.

El pañero acertó a interpretar a la vieja. Sacó un lienzo de detrás del roído mostrador de madera y se lo entregó con la intención de que lo ocultara entre los ropajes.

—Bien gallardo y airoso es el enamorado. Por Anwar responde el muchacho –se avino a revelarle-. Y muy trabajador y esforzado, que mucha fe le tienen en el alfar emiral, en la calle Especerías.

Del semblante de Mustafá se evaporó la expresión de lujuria, en cuanto supo la noticia, para ser reemplazada por una mueca de disgusto. Dejó ir a Lubna, contenta con su dádiva, y decidió tejer un plan. Nayibe sería suya.

La primera medida era examinar el aspecto que tenía Anwar. Necesitaba estudiar a su oponente para saber de qué pasta estaba hecho y pensar después en cómo engañar a ambos. Se lo decía su olfato de probado negociador.

La oportunidad la tuvo pronto. Fue inesperada y no levantaba sospechas. Un primo suyo le pidió que le acompañara al alfar, por un encargo que le había hecho el jefe de las atarazanas.

En el taller simuló indiferencia por el joven, pero lo escrutó a sus anchas mientras aparentaba estar absorto en la perfección de líneas de un jarrón. Al muchacho se le percibía cándido, exhalaba nobleza. Un modelo de inexperiencia.

A partir de entonces abandonaba la tienda, con cualquier excusa, para vigilar a Anwar. Lo acechó durante semanas. Lo seguía, sabía a qué hora y dónde se encontraba la pareja. Otras veces la espiaba a ella. Así averiguó la casa en la que vivía y las calles que frecuentaba. Asimismo, el lugar donde desataban su pasión, en la Huerta Oriental, detrás de unas rocas protegidas por la espesura, al atardecer, cuando se difuminan las figuras. Los enamorados, enfrascados en su amor, no lo descubrieron nunca.

El asunto, transformado ya en una obsesión, le traía problemas, pues, por su causa, descuidaba el negocio. Omar comenzaba a protestar del tiempo que pasaba solo en el comercio, de la falta de reposición del género, de la que se quejaban los compradores, de la súbita indolencia que le invadía, como una extraña enfermedad. Él, que era ejemplo de diligencia, siempre inquieto por adquirir los mejores artículos a los mercaderes de la alhóndiga, a quienes regateaba hasta la última moneda. El dependiente asistía, estupefacto, al repentino cambio de su jefe. Mustafá escuchaba, revestido de paciencia. Cuando lograra su objetivo, todo volvería a la normalidad. Su esposa, aunque lo encontraba más irritado que de ordinario, no recelaba.

Una mañana, en su insistente persecución de Anwar, vio que enjaezaba un caballo a la puerta del alfar. Esperó oculto, mas no perdió detalle de lo que éste hacía. Colocaba unas alforjas en la grupa, encima de una manta, y volvía a asegurar la cincha del animal. El maestro salió del taller con una talega, que debía contener comida, y se la dio al joven a la par que le repetía ciertas instrucciones que el comerciante no oía. Aquello pronosticaba un viaje. El mozo se alzó sobre el estribo para montar y, en ese momento, cayó un anillo de hierro que lucía en uno de sus dedos, entre las piedras del pavimento, sin que nadie se percatara del ruido, apagado por el de la conversación. Nadie, excepto Mustafá que, en cuanto aquél se alejó trotando y el maestro regresó al interior, lo recogió y guardó con disimulo. Luego entró en el alfar y dijo que tenía un recado para Anwar. Le contestaron que acababa de marcharse a Granada y que estaría ausente alrededor de una semana.

Se fue apretando el humilde aro en el bolsillo. Ésta era la ocasión propicia, el azar había premiado su esfuerzo. Sólo necesitaba elaborar la estratagema conveniente.

Estuvo dando vueltas y más vueltas por las calles en torno a las tenerías, por donde acostumbraba a pasar ella. Rondó la Puerta de la Explanada de los Alardes durante horas, hasta que al fin apareció. Iba distraída, con la mirada baja, y no reparó en él. Se plantó delante, por que le viera, agarró del brazo a la sorprendida Nayibe y la llevó a un rincón.

—No te asustes –le avisó, con la mejor de sus sonrisas-, te traigo un recado de Anwar.

—¿Qué recado es ése? –preguntó, asombrada de que el comerciante conociera a su amado.

—Me manda a decirte que esta tarde acudas al sitio de siempre, que supongo que tú sabrás –agregó con cara inocente-, a la misma hora. Todos creen que se ha ido a Granada, pero él piensa que si viaja mañana realizará igual la misión que le han ordenado, que tiene tiempo de sobra y podrá gozar hoy de tu compañía –le explicó el ladino Mustafá.

—¿Cómo sé que no me engañas? –cuestionó aún.

—¿Para qué iba a hacerlo? Además, casi lo olvidaba –y sacó el anillo-, ¿reconoces esto? Me lo dio él para que no desconfiaras. Quédatelo y se lo devuelves tú misma.

La vista del anillo la tranquilizó; no obstante, algo no cuadraba a la muchacha.

—¿Por qué te ha elegido a ti de mensajero? –se interesó, por último.

—Es largo de contar y yo debo irme ya. Pregúntaselo a él.

No cabía en sí de alborozo. ¡Por Allah que se había tragado el anzuelo! Sin embargo, los nervios le corroían por dentro. Optó por comer rápido e irse de la casa, por si la agitación lo traicionaba, y pasear luego hasta más allá de la Puerta del Puente, en el arrabal de los mercaderes de la paja. A la vuelta, se distrajo reclinado en el pretil del puente que cruzaba el Guadalmedina. Dichoso, veía correr el agua en tanto fantaseaba con lo que más tarde consumaría.

Cercana la artera cita, el tendero se dirigió a la Huerta Oriental con toda clase de precauciones. La esclava esperaba en las rocas, intranquila, pero él se escondió y miró a uno y otro lado, por cerciorarse de que realmente se presentaba sola. Únicamente cuando quedó satisfecho, se atrevió a salir de su escondite.

Nayibe, al verlo venir, sintió que le inundaba un desasosiego, que no era más que su instinto, que le advertía de la peligrosidad del encuentro.

—¿Qué haces tú aquí? –gritó enfurecida, barruntándose la burla.

El miserable trató de calmarla.

—Tranquila, somos viejos amigos, ¿no? Anwar no vendrá pero, ¿para qué lo necesitamos? Tú eres una hembra apasionada y yo un hombre ardoroso, hagamos nuestro menester y te aseguro mejor vida que la que podría darte ese mozalbete muerto de hambre –y diciendo esto, le manoseó los senos.

—¡No, suéltame! –protestó, indignada.

La muchacha se revolvió, en vano intento de zafarse del hombre, pero éste la sujetó con firmeza. De buena gana, le soltó una bofetada y pretendió escapar, pero él reaccionó y la agarró de las ropas.

—¡Ven aquí, maldita testaruda! –gruñó, iracundo por la resistencia que le oponía.

Desesperada, chillaba fuera de sí y, ya entre lágrimas, la emprendió a puñadas con el sudoroso comerciante.

Mustafá le dio un fuerte revés que la tiró a tierra. No podía permitir que los gritos alertaran a la vecindad.

Como Nayibe quedó inmóvil en el suelo, pensó que se habría desmayado y quiso reanimarla, pero no se recobraba. Tocó su corazón. Con horror descubrió que no estaba inconsciente, sino ¡muerta! La delicada sien había golpeado contra una piedra.

Tenía que apresurarse en discurrir algo. Ocultó el cuerpo entre matorrales y lo cubrió con piedras. Corrió a la tienda y regresó velozmente con una pala. En el camino, nadie se había fijado en él. La enterró bajo un árbol y...

—¡Señor, señor! Te ruego que me perdones, pero la gente espera tu ministerio –le comunicó Mussa, cariacontecido.

Abu l-Barakat salía de un trance, más que despertaba de un sueño.

—Sí, sí... –acertó a decir, confuso. Pero enseguida se retractó-. No, aguarda, anún­ciales que hoy no les atenderé. Que vengan mañana. Date prisa, nos vamos.

El juez salió como un torbellino de la mezquita. Buscaba la tienda de paños por las calles donde creía haberla visto, sin resultado; hizo indagaciones en el alfar emiral, pero ninguno de los que trabajaban en el taller supo darle razones sobre un tal Anwar. Precisaba hallar una pista que le confirmara que, el suyo, había sido un sueño clarividente. Mas todavía existía una esperanza.

En la Huerta Oriental por poco se le vacían las órbitas de la sorpresa. Allí estaban las piedras, idénticas a las que soñó. Se sentó en una y recorrió de una ojeada el contorno. Sobraban árboles para enterrar a la joven. ¿Tenía alguna característica aquel árbol? Cerró los ojos para concentrarse y, al instante, contempló un tronco liso, del que surgían muchas ramas pobladas de hojas verdes, pero rojizas en el reverso. El árbol de la pureza para los griegos. Un cidro.

Mussa observaba atónito el comportamiento de su señor, pero ya no albergó dudas acerca de la salud mental de Ibn al-Haŷŷ, cuando éste le ordenó que trajera un par de braceros y que cavaran bajo el cidro que tenía justo en frente de él.

En menos de una semana localizaron a la genuina casamentera, que confesó lo que sabía y, del hilo al ovillo, encontraron al auténtico Mustafá que, aunque no era pañero, sí comerciante, y se llamaba de otra manera, pero el viento de los siglos barrió su nombre, para que no se repitiera.

Junto a una de las columnas de jaspe, de pie, cara al mihrab, Abu l-Barakat ben al-Haŷŷ se acariciaba la barba, negra todavía.

El cadí, modificó la sentencia.

«Extraña es la raza de los hombres, pero Allah orienta a quien le place.»

Glosario Breve

Alcaicería: Mercado de las sedas.

Alcazaba: Fortaleza, recinto amurallado.

Alfaquí: Experto jurídico-religioso.

Alfar emiral: Alfarería real.

Alhóndiga: Fonda con almacén para las mercancías y espacio para los animales.

Atarazanas: Astilleros.

Cadí: Juez.

Carraca genovesa: Barco de carga genovés de hasta 2.000 t.

Jábega: Embarcación de pesca más pequeña que el jabeque.

Mezquita aljama: Mezquita mayor.

Mihrab: Arco en el muro de la quibla.

Muecín: El encargado de la llamada a oración.

Sultán: Rey.

Tenerías: Talleres donde se curte piel. Curtiduría.

Visir: Ministro.

Nota del autor

Este cuento está basado en un hecho real, en cuanto a la petición de explicaciones al cadí de Málaga, en la primera mitad del siglo XIV, por parte del visir nazarí, sobre lo ocurrido con respecto al contrato de compra-venta de una huerta, y al dictamen de dicho juez, cuyo comprador considera que contiene un «vicio oculto», al no haber sido informado, con anterioridad a la compra, sobre el asesinato de una mujer en la tierra objeto del contrato.

Los nombres del visir, del cadí, matrimonio vendedor, comprador, y del donante de la lámpara de plata, que verdaderamente ornamentó la mezquita mayor, son reales; así como los espacios urbanos, las puertas, los edificios y sus funciones.

sábado, 26 de mayo de 2007

El Castillo de la Calahorra - Antonio Enrique


Quien cubra la distancia Guadix-Almería, en plena ruta santa del Islam -pues en tiempos pretéritos los musulmanes acostumbraron a embarcarse aquí, rumbo a la Meca-, quedará a buen seguro asombrado cuando, a poco de la salida de la villa de Alcudia, tras atravesar un despeñadero en embudo, enfile una planicie inmensa, yerma, desolada, delimitada a la izquierda por las brumosas lejanías de la Sierra de Charches y al frente por la vertiente norte del Xolair (Sierra Nevada) que por aquel flanco cubre con su imponente y quebrado dosel la tercera parte del cielo.

Se trata de una estepa de más de 60 kms. de diámetro, una tundra a muy poca distancia del cálido mar sureño, Una gran taiga desierta, donde la nieve perpetua de las montañas remotas otorga al llano una luz inédita, incomprensible, como de ultramundo. Desde estas montañas, tenemos noticia de que bajaban, hasta el pasado siglo, osos a las aldeas; dato tanto más turbador porque, hasta hace trescientos años, esta llanura, este timbal de arena y greda, fue cruzada por camellos, de los que se han encontrado restos. En otoño, la estampa idílica del valle se consuma en la polvareda de los rebaños, pero en verano es tal la sequedad que a poco de poner pie en tierra, no es difícil sorprender algún escorpión.

Pero hubo un tiempo en que en lo que hoy es secarral inhóspito se asentaba un plantel de huertas ubérrimas, cuajadas de rosaledas, de gálbanos y jaras, tragacantos y estoraques a imagen de Oriente; el tiempo en que los moriscos, nuestros antepasados, habitaron aquí con sus costumbres que aún se conservan disfrazadas de cristianismo. Estamos, hemos llegado ya, en pleno Marquesado de Zenete, otorgado por los Reyes Católicos en la persona del favorito cardenal Mendoza, de la Casa del Infantado, por capitulación de marzo de 1490, rubricada en Sevilla. Tal Señorío agrupaba en una primera cesión las villas de Aldeire, La Calahorra, Ferreira y Dólar, a más, en una segunda, llevada a término al mes siguiente, de Jerez del Marquesado, con Alcázar (hoy desaparecida), Lanteira y Alquife: las llamadas «siete villas» del Señorío. Tierras, por otra parte, que en tiempo de godos pertenecieron al legendario conde don Julián, y que, posteriormente, Fernando e Isabel asignaron a Boadbil, en compensación por la pérdida no consumada aún de Granada, siendo trocadas, a última hora, por otros lugares de la Alpujarra, a cuya villa de Cádiar en efecto se trasladara por muy poco tiempo la errante corte nazarí.

Tal Señorío sería heredado, a la muerte del cardenal en 1495, por su hijo primogénito don Rodrigo de Vivar y Mendoza, «su más bello pecado» en tolerante expresión de aquellos monarcas. A tan bizarro señor, considerado como una de las personalidades más polémicas y sugerentes de su época, hijo del cardenal y de doña Mencía de Lemos, una de las doce bellísimas camareras que acompañaron a doña Juana de Portugal a Castilla, se debe la construcción del castillo de La Calahorra.

El castillo va a ser avistado sobre una hosca prominencia, un altozano rocoso, a mano diestra del camino. La fortaleza es inmensa, aun columbrada en la distancia, pero el gigantismo de la sierra que le sirve de fondo es tal que semeja una bella miniatura. Así el viajero se preguntará qué es de aquello y cómo es que fue erigido cuando manifiestamente ya había sido prohibida con severidad la construcción de castillos en España. Pero el viajero - discúlpesenos la presunción - anda lejos de sospechar que el castillo de La Calahorra es la construcción civil renacentista más temprana de la península, elevada paradójicamente por el último de sus señores feudales.

Pocas personalidades en efecto tan fuertes y atrayentes en su tiempo como este don Rodrigo, el cual pasó una infancia vergonzante - poco menos que escondido - hasta que, junto a su hermano Diego (el futuro Príncipe de Mélito, de cuya rama procederá la Princesa de Eboli), fuera reconocido públicamente por su progenitor, aquel cardenal cuyo valimiento le mereciera el dictado de «tercer Rey de España». Muy joven paladín, intervino en gestas y escaramuzas de la guerra fronteriza, ganando el airón de héroe en el sitio de Baza, uno de los más crueles de la toma, al despegarse peligrosamente de los suyos para abalanzarse en solitario sobre lo más grueso de las huestes enemigas, la brillante caballería alárabe, con el propósito vesánico de recuperar un pendón, que les había sido arrebatado en el transcurso de la funesta batalla, lo que consiguió.

Poseía don Rodrigo un carácter nada fácil, temerario y justiciero; personaje de la encrucijada de dos mundos: el medieval, que se nos iba, y el humanista, que se nos venía. Por lo segundo, era extraordinariamente culto, perfecto ejemplo de cortesano, tal cual fijó este concepto el embajador Castiglione; por lo primero, había en él un resabio arriscado que le hacía ferozmente independiente en materia tocante a asuntos de sus Estados. A más, despreciaba al Rey don Fernando, aunque incomprensiblemente le guardó obediencia y fidelidad a todo trance, lo cual se vio en la ocasión de sus disputas de poder con don Felipe, su yerno. Pero es el caso que él venía de la púrpura, cuando aquel monarca se mostraba villanamente tacaño -volvía del revés sus atuendos, para aprovecharlos mejor- e incumplidor eterno de su palabra real. Contra él, para defendérsele, para afrontarle acaso, construye este genuino castillo-palacio de La Calahorra, tan brutal, medieval y masculino por fuera, como delicado, renaciente y femenil por dentro.

Maridó don Rodrigo aún bisoño con doña Leonor de la Cerda, hija del todopoderoso Medinaceli. Tuvieron un hijo (los cronistas no se ponen de acuerdo en el nombre) que murió prematuramente. Pero don Rodrigo era irreductible, y pronto se dispersó en escándalos -él era para la guerra-, así como en disparates en casa de la Reina de Nápoles, que le valieron su expulsión de Valencia, donde a la sazón vivía. También en Granada -donde heredó un palacio en que habitara el Rey sabio- volvió a sus arrogancias y demasías, poniendo en un brete a las autoridades al pasearse fuertemente escoltado a la manera de un virrey por sus calles, lo que estaba prohibido, a más de entrar armado en los Consejos.

Nosotros sentimos hoy predilección y simpatía por este señor digno de la pluma de Valle-Inclán, pero no lo veían así sus contemporáneos (como aquel don Francés de Zúñiga que, sin embargo, en su escandalosa crónica, se guardó mucho de propinarle sus ironías, caso excepcional pues se burló de todos). Doña Leonor, con semejante torbellino por marido, no tardaría en descender a la tumba, por sobreparto según alguno, por berrinche de celos los más. No se afligió don Rodrigo según parece, mucho. Se enamoró a sus treinta años bien cumplidos de una muchacha de diecisiete, a la que conoció, seguramente, en Valladolid y en plena misa mayor, rodeada de sus dueñas. Tal encuentro (o hallazgo) iba a traer en jaque a la Corte. Se trataba de doña María de Fonseca, hija de don Alfonso de Fonseca, temible señor de Coca. A ésta sí va a amar, con ternura, con locura. Bien que debía ser bellísima. Y no sólo esto, sino discreta. Al fin había encontrado a su doña Ximena, pues hemos de consignar que la vida de nuestro don Rodrigo de Vivar es una pura emulación, en su caso consciente, del héroe burgalés, de que creía descender. Doña María, declaran las crónicas, era «tan señora de todos sus deberes» que jamás sostuvo la mirada de varón que no fuese el que por amor y por palabra debía. Blanca y gallarda la imaginamos. Pero no fue fácil. La familia de ella, por razones de patrimonio, rechaza el enlace impulsando a la chiquilla, por el contrario, hasta la violencia, a que se casase con su primo, heredero de la Casa, poco menos que un niño, llamado Pedro Ruiz. Los Reyes Católicos sancionan este proyecto y vedan el proyectado con Rodrigo. En consecuencia, éste se casa con aquélla en secreto, contando con la aquiescencia de su madre. Los monarcas, bajo cuya autorización debía sancionarse toda política nupcial de la nobleza, no dan crédito a semejante comportamiento del hijo de su muy dócil cardenal y se enconan por tal desobediencia. Don Alfonso de Fonseca baja de su babia, se enfurece hasta lo inverosímil e inicia los trapicheos conducentes a la anulación, lo que consigue no sabemos cómo, a más de obligar a su hija a casarse con quien él quiere. Previamente, tanto a la madre como a la hija rebelde, las ha encerrado en uno de sus castillo, las humilla y las azota. Pero olvida que doña María es de su sangre, y no cede. La noche de las bodas, doña María dirá a su desconsolado y aún no esposo que «le retorcería el cuello como un pollo (sic) si osaba ponerle la mano encima». De una pieza, aquellas castellanas. En el ínterin, don Rodrigo marcha a Roma, y prosiguen los escándalos. Al embajador don Antonio Acuña, luego obispo de Zamora, que por allí andaba en tratos contra la Inquisición, a poco lo ensarta con su lanza. El Pontífice, que lo es entonces Rodrigo Borja, a fuerza de enterizo y campechano, ve con buenos ojos el casamiento de aquel tronera español con su hija Lucrecia, que acababa de estrenar viudedad de su tercer esposo, el duque de Biseglia. Pero Lucrecia, tan bella «tal como en la sala vaticana del Papagayo nos la dejó plasmada el Pinturicchio» y tan discreta «como consta en su correspondencia privada para con su enamorada Piero Bembo» parece que no fue del antojo de nuestro marqués de Zenete: demasiado lánguida tal vez, no se parecía a Ximena. Y era más que él, hija de Papa, cuando él sólo lo era de cardenal. Y retorna, tras haberse acrisolado en aquella cultura, a España. Aquí las cosas han cambiado. El feble niño Pedro Ruiz ha muerto, como también la Reina Isabel, principal valedora del frustrado consorcio. Entonces es cuando la rapta, a María. Es un episodio singularmente novelesco, sobre el que no podemos extendernos. y se la lleva a su castillo de Jadraque. Y, mientras, el castillo de La Calahorra asciende vara tras vara los sillares de su robusta fábrica. Estamos en el año de gracia de 1508. Según documentos recientemente hallados, sin embargo, la fecha de comienzos de construcción del castillo habría que adelantarla en cuatro años. Casi contemporáneo del Renacimiento italiano. Aquí van a trasladarse María y Rodrigo.

Resulta un singular monumento, glorioso a su manera, absolutamente desconocido en nuestra época, enclavado en pleno desierto de tierra salvajes. Muchas páginas nos levaría la acción del marqués (que era ya conde del Cid y barón de Alberique) en este su estado más querido. Su despotismo férreo para con los moriscos, y sus proclividades con las doncellas musulmanes en los baños de la vecina Alcudia, sus zambras, sus pleitos contra el obispo de Guadix.

También dicen del Cid que en Valencia, antes de la llegada de doña Ximena, organizó las suyas, no supo, no pudo sustraerse de la fascinación de las mujeres agarenas. Sea como fuere, nuestro castillo está construido en su interior a la manera del Bramante, con mimo, con detalle insólito, como un soberano joyel. Tal castillo no es sino las historia en mármol y alabastro de un hermoso amor.

Por fuera un baluarte cuadrilongo, con cubos en sus esquinas coronados por medias esferas sobre adarves, de altura - los tales cubos o torreones - de «hasta donde alcance una piedra lanzada por hombre», y muros espesísimos, provistos de matacanes y aspillera, pues habían llegado ya los tiempos en que se asediaba con potente artillería, y sólo murallas bajas y gruesas resistían a la vibración de los proyectiles. Por dentro un palacio en torno a un patio de airosas galerías en dos plantas, con enigmáticas inscripciones en latín sobre los entablamentos, escudos nobiliarios de la Cerda y Fonseca, y preciosas labores de las escuelas lombarda y florentina. Y esto en medio del desierto. Magister arcium lo fue Lorenzo Vázquez, arquitecto de la Casa de Mendoza, pero éste, ya octogenario, sería encarcelado por don Rodrigo, debido a diferencias que no es preciso señalar aquí. Le suplió un genovés, el maestro Micele Carlone, quien vino acompañado por una pléyade de tallistas seguramente amigos del Buonarroti y del Torrigiano. Estamos en la luz de albores del Quinquecento. Mármoles, columnas y teselas se traen ya labrados de Italia, y son desembarcados en Adra; otros primores, como vanos y dinteles, molduras, chimeneas, se labran allí mismo. El palacio-fortaleza, cuyo muro de poniente rompe la simetría y se realza con un genuino experonte, incluido el albácar, tiene cabida para una hueste de unos cinco mil soldados.

Sin embargo, registra muy pocos actos de guerra. Apenas un asedio en el alzamiento morisco de 1567, a más de que sirviera tres años después de refugio para las tropas del marqués de Javara, diezmadas por los moriscos en los desfiladeros de las Alpujarras, cuyo acceso, el «espantable» - según Pedro Antonio de Alarcón - puerto de la Ragua, se abre, serpeante y pino, enfrente mismo del castillo, por su muro de Levante.

El castillo posee hondos calabozos donde al parecer pernoctaban las hileras de presos moriscos camino de la Cancillería granadina, armería y graneros, un inmenso aljibe en el que sospechosamente trabajó más de la cuenta un famoso alarife. Posee oratorio y sala de Justicia a vida o muerte por derecho de señorío. Un recinto militar, sobre cuya entrada figura la sugerente inscripción usque intrare licet (hasta aquí se permite pasar), que es un auténtico laberinto, a más de galerías que al modo italiano comunican secretamente entre sí las estancias más separadas. Incluye una escalinata de las llamadas «en caja», que es de un virtuosismo inverosímil. Y - penosamente hay que decirlo - salones prodigiosos con artesonado morisco que nos evocan aquellos versos del Maestro León: ni del dorado techo / se admira, fabricado / del sabio moro, en jaspes sustentado. Penosamente, porque no hay espacio aquí para que podamos comentarlos.

Aquí vivió doña Mencía, hija de don Rodrigo y doña María, casada con el íntimo del Emperador, conde Enrique III de Nassau, y en segundas nupcias con Fernando de Aragón, duque de Calabria, viudo ya de la Reina Germana. Era - tengo junto a mí la reproducción de su retrato - extraordinariamente bella, hasta que una extraña enfermedad la deformó en obesidad casi monstruosa. Fue una de las introductoras del Humanismo; de ella, en la última carta que escribiera, dice el gran Erasmo: «Heroinam a Nassau-wen Hispanus huc venientem suis litteris commendarat. Me jubes ad illam scribere, et ego nescio ubinam agat. Significabas enim discessuram». Aquí vivió doña María de Mendoza, madre de dos de los hijos de don Juan de Austria, cuando vino éste a sofocar la rebelión morisca; doña Ana de Mendoza, luego de Austria, abadesa de las Huelgas de Burgos, y Francesillo, que fuera raptado por los moros de Jerez del Marquesado. Por aquí venía el marqués de Mondéjar, personaje excepcional de su tiempo, capitán general de Andalucía, y su hijo don Diego Hurtado de Mendoza, que tal vez - la cronología coincide - leyese en alguna temporada alguna de las páginas de El Lazarillo de Tormes, del que fue presunto autor. Y nuevamente hemos de abreviar. Porque también este castillo nuestro supo del Nuevo Mundo, por dos insignes caballeros del linaje Mendoza: el accitano don Pedro, fundador de Santa María del Buen Aire, y el granadino don Antonio, virrey de la Nueva España. Aquí, en este fastuoso patio, sobre el que se elevaba una maravillosa fuente, a los reflejos tornasolados de su caño airoso, tal vez, tal vez, los niños de la Familia jugasen con piedras preciosas.

El acceso actual al castillo es de dos maneras. En automóvil, a través de un pésimo camino en zigzag, que no es recomendable, porque no merece la pena. Y a pie firme, que es lo inteligente, a través de una costanilla, tan corta como empinada, la cual arranca desde la misma plaza del pueblo de La Calahorra. Aquí, a medio camino, en las últimas casas, hay una taberna. Sugiero al viajero que entre. Es una taberna fuera del tiempo: no se sirve más que vino, sin nada que de sólido lo acompañe, hay sentados muchos campesinos jugando al naipe y, si es de noche, alumbran el local varias perillas mortecinas. El cantinero es hombre de edad, que está sentado junto a la ronda de jugadores, o sirve lentamente tras la barra, provisto de sombrero de amplio fieltro. De él he escuchado sabrosísimas anécdotas relativas al castillo. Anécdotas de administradores aldeanos de la fortaleza, pícaros y ladinos, ma non tropo. Porque del señor duque, nunca se supo (el señor duque del Infantado, propietario del castillo).

Tiempo después, so pretexto de sacar dinerillos con cargo a la restauración, unos administradores pusieron toda una carga de dinamita en el interior de uno de los torreones, con el fin de hacer creer, cuando llegase una tormenta, que fuera un rayo lo que lo destruyese. Así se hizo, pusieron la carga y prendieron la mecha... sólo que el trueno de la pólvora no coincidió con el del cielo, de lo que se dio cuenta el pueblo entero, se nos dice con expresión jocosa. Pero hay más: está el túnel secreto que desde algún lugar del castillo conduce al cortijo de la salida. Nunca se supo desde dónde arrancaba. ¿Del aljibe tal vez?

La Casa de Mendonza. La Casa de Mendoza, de quien fuese tronco de mayorazgos don Iñigo de Mendoza, marqués de Santillana, el «Divino Marqués» para quienes gustan de versos y consejas. De su sangre fue el cardenal, y don Rodrigo de Vivar, su nieto, constructor de nuestro castillo de La Calahorra. Fernando e Isabel cerraron España en la Alhambra. Pero ellos, los Mendoza, el linaje que ostenta en su escudo el glorioso sotier en campo de oro, aquí en La Calahorra, desde Mendoza en Alava y siglo VIII, la cerraron.

domingo, 13 de mayo de 2007

GRANADA A PINCEL


Así como con la luz de las hogueras el hombre prehistórico adquirió tiempo y, por tanto, autonomía, cuando estuvo preparado para salir de las cavernas y construir chozas, obtuvo la posibilidad de asentarse, en grupo, en lugares más adecuados o de su gusto, y gozó de una nueva porción de libertad.

Esas cabañas, esos primitivos poblados, fueron el origen de las futuras ciudades. Los materiales empleados, ramas, hojas o pieles, con el paso del tiempo fueron reemplazados por otros más resistentes que les ofrecían mayores garantías de cobijo, así como surgieron rudimentarias vías para moverse entre ellas y plazas para celebrar sus asambleas. Caóticas debían de ser estas calles, estrechas, insuficientes, pero efectivas según sus necesidades. Mas, a medida que el ser humano avanzaba, la “ciudad” debía acoplarse en beneficio de sus habitantes. Con la invención de la rueda se habilitaron avenidas para dar paso a los carros, y con el empleo de la piedra se construyeron murallas de defensa que les proporcionaron seguridad, pero a costa de la limitación del espacio. No quedó más solución que edificar hacia arriba, y las casas crecieron en una o más plantas, diferenciadas entre sí por su tamaño, altura, color, etc. Más tarde se dedicaron a embellecer sus pueblos, sus villas, acaso porque el hombre se complace en la hermosura. Las ciudades entonces tomaron “cuerpo” y se distinguieron unas de otras. Se las dota, pues, de un aspecto particular, una fisonomía que las caracteriza, pero, ¿la fisonomía creada permanece muerta o retorna al hombre en alguna medida? ¿No imprime carácter? ¿No influye sobre el habitante? Si esto es así, recíproco, deduciremos que, observando a la ciudad, obtendremos una aproximación de la idiosincrasia de sus moradores.
La cuestión ahora consiste en elegir un método que nos permita percibirla, y un lugar, si la extensión de la totalidad es considerable. En el caso de Granada, la elección de éste es bien fácil: la vista desde el Albayzin, con el Sacromonte a un lado y al frente el conjunto de la Alhambra. El procedimiento: contemplarla como se hace con un cuadro. Encontraremos, entonces, la enorme mole del Albayzin, con callejas de líneas sinuosas, voluptuosas, femeninas, entrecortadas por otras igualmente curvadas, que crean un fuerte efecto de movimiento, de ritmo aparentemente incomprensible, si se está inmerso en ellas, pero apacible y armonioso, visto desde arriba, que, aun sin advertirlo, penetra en nuestro ánimo, adecuado don de una acrópolis sagrada de columnas cipresinas. A la izquierda, el Sacromonte, perceptible pero difuminado, como contrapunto de reposo a la mirada.
Las rígidas líneas rectas de la Alhambra, verticales, seguras, estables, cómplices de las horizontales, sin las cuales no son nada, sólidas éstas y masculinas ambas, protegen un mundo de sensualidad, que ocultan, como un cofre de hierro de perfiles dentados, su interior cuajado de encajes. Ellas absorben la atención de nuestras pupilas, descansadas por el efecto de los tonos del Albayzin, ocres y blancos punteados de verde oscuro. Es una masa menor, pero equilibra, por su emplazamiento, en el imaginario lienzo, y por el grueso de las umbrosas pinceladas que semeja el bosquecillo de la colina, con tal efecto de realce, que aísla la Alhambra de la tierra y la hace levitar, como si de una roja llama se tratara, anhelante de cielo. Podría intuirse que ascendiera, que huyera, si no fuera por el límite impuesto por el trazo blanco de las nieves de la sierra, que la retiene estática. Allí se unen hielo y fuego indefinidamente, improfanables, envueltos en el azul granadino; ni aquél se funde, ni éste se extingue.
Desde esta perspectiva, el observador queda sumido en el silencio, y si, al pasear, tenía un destino al que dirigirse, lo olvida, lo pierde, se abandona, sometido a esa alquimia mágica que lo hará permanecer sumergido, ya para siempre, en esta ciudad, atanor de la belleza. Quizá es que Granada sea el recipiente y nosotros el objeto a transmutar.

jueves, 1 de marzo de 2007

Viejos senderos de al-Ándalus


Un sendero es una adición de pasos, de voluntades. Es más que una vía para desplazarnos porque, cuando iniciamos uno, interviene nuestra voluntad de recorrerlo pero también, inmanente, la de todos aquellos que lo hollaron hasta convertirlo en tal. Los que, a fuerza de pisarlo, dibujaron su trazo, su anchura, sus curvas, apartaron piedras o, incluso, dejaron otras. Aunamos nuestra voluntad -tal vez inconscientes de los pasos contenidos en él- a la de los que caminaron antes y, como ellos, depositamos huellas, sedimentos físicos de la energía que consumimos, residuos de nuestro paso.

Algunos de estos senderos siguen un destino semejante al del hombre: nacen, se desarrollan y se abandonan a un sueño incierto, que los hace borrosos, y del que no despertarán jamás. El humano también olvida y es olvidado. Quizá sean todas estas afinidades, este entrecruzamiento indivisible, esta urdimbre de destinos, de voluntades, de sedimentos... hasta la del olvido, la que produzca la misteriosa interacción entre el camino y el caminante. Aquél le ofrece paisaje, rincones, acaso frescura, aromas y la seguridad de un objetivo alcanzable. Éste, su esfuerzo y la garantía de supervivencia que son sus propios pasos. El camino vive por la vida de los hombres.

Otros, siempre nacidos como débiles sendas, quedan prendidos a la cadena de generaciones y crecen, prosperan, se dilatan tanto que, al modernizarse, parecen perder singularidad pero, debajo del asfalto, perviven los mismos anhelos y continúan, con idéntico caudal, manando sus alfaguaras de magia. De tal manera que lo que creímos viaje, por efecto transmutador, se torna peregrinaje de itinerarios alquímicos, en cuyas esencias prevalece uno de los cuatro elementos sin que, por razón de su hegemonía, los demás queden del todo ausentes.

El Agua

Desahuciada pero altiva, se alza en Córdoba la noria de Abu-l-Afiyya. Como un presagio, cuelgan desvalidos los cangilones desdeñados. Aquellos que elevaban el agua hasta el alcázar Omeya, para surtir los jardines de belleza.

Hacia el sureste nos aguardan restos, recuerdos de otras muchas azudas que, entre gemidos del eje, bebían sus arcaduces del Guadajoz (Wadi-al-Jubz. Río del Pan) desde Al-Qalat (Espejo) hasta el Molino de Benifanin (Albendín).

Por la campiña baja, velada por milenarios cultivos de cereales -la comarca era el silo de Hispania en tiempos de Roma-, parte la vía romana que sintió, sobre sus piedras, los cascos del caballo de César cuando éste se dirigía a sitiar Ategua, allá sobre la Loma de Teba, cuyos habitantes eran afines a los hijos de Pompeyo. Inútilmente esperaron la ayuda de Cneo, pero no llegó nunca y hubieron de rendirse a pesar de la doble muralla de defensa. Sólo entonces, César cruzó el río por su único vado para enfrentarse con las tropas pompeyanas, a las que venció en ágiles escaramuzas, dejó refuerzos al sur y se retiró a Baena, que había sido incendiada por ser partidaria suya. Desde allí partió el gran estratega hacia Munda e infligió la definitiva derrota a los ejércitos de Cneo y Sexto, que sufrieron treinta mil bajas entre sus filas. Los muros de Ategua fueron reconstruidos más tarde por los almohades, pero su suerte había sido escrita en páginas de extravío y hoy sólo quedan ruinas en las que sobreviven lagartos y alucinógenas mandrágoras.

Cuando el cántico del muecín resonaba en el cielo de Al-Qalat, de Qastruh (Castro del Río), de Molino de Benifanin, fluían, como ahora, las aguas del Guadajoz, ese río salado, corredor de vida y también de muerte. Muerte, porque mataba a sus hijos con riadas repentinas. Vida, porque hacía brotar las huertas, siempre acompañadas del salmo lastimero de innumerables aceñas.

Giran las norias como ruedas de fortuna, en un único círculo de opuestos. Unas veces vida, otras... muerte.

El Aire

En la costa se levanta el viento que arrastra briznas de mar hasta Pechina (Almería), la antigua Bayyana, y allí emprende la subida a la Sierra de la Alhamilla para perfumar cabelleras de palmeras. Bate el viento mientras la fuente arroja sus aguas termales, como lo hacía allí mismo otra, la del Conocimiento, cuando el lugar era la cuna del sufismo andalusí, hace nueve siglos, y la boca del maestro, Ibn al-Arif, rezumaba aljófares de sabiduría. Si la una era caliente, la otra abrasaba fibras del alma.

El aire, médula vital, hacía tremolar el manto del “Hijo del Vigilante” en medio del palmeral. Los discípulos, arracimados en torno a él, atendían mensajes de despoja­miento, de aniquilación en Dios, de anonadamiento en el Amor, que posteriormente dejaría por escrito en su “Mahasin al-Mayalis” (“Los Ornatos de las Sesiones”), obra de la que se admiraría Ibn al-Arabí, el murciano, el más grande místico que ha dado el Islam.

En palabras suyas “...favorecido por el castigo y castigado por el favor”, el espíritu de Ibn al-Arif, halcón extático, se remontaba sobre las cimas de la Sierra de la Alhamilla.

La Tierra

Cualquier camino es bueno para llegar a Córdoba. Todos cumplen, rebasados, los requisitos para descubrir la ciudad califal, elemento tierra, como analogía de la razón humana en contraposición a la vía del arrobamiento espiritual. Sin embargo, esto no es del todo cierto, pues todas aquellas figuras destacadas que cultivaron la razón acabaron por trascenderla: Averroes, que fue perseguido por su exégesis del Corán, demasiado libre, curioso en exceso y excesivo en el respeto a la opinión de un simple adolescente visionario: Ibn al-Arabí. Maimónides, convencido de que la revelación no estaba restringida a determinados seres escogidos, que consideraba fundamental la inspiración, de la que decía que era como “el fogonazo del relámpago en la oscuridad profunda de la noche”.

Entre las columnas de la mezquita de Córdoba, firmes, equilibradas, escrupu­losamente ordenadas, como conviene a la razón, ¿no es el mismo mihrab quien la trasciende? ¿Qué es ese destellar de estrellas?, ¿qué, esa luz enamorada?

El Fuego

Es Lawsa (Loja), ancestral confluencia de caminos, la que nos conduce a Granada por la vega del Genil, hasta el largo y estrecho cuello de la redoma que comienza en Bib Ilbira y se completa en la roja Assabica. En ella cristalizó la Alhambra, cuajada de mucarnas, tras las que se fraguaron cielos ocultos a la mirada del profano.

El propio espacio, los azulejos, las cúpulas, sus muros bordados, contienen el homenaje a las diferentes tradiciones místicas, hermanadas en la convergencia. Los planetas, astros de sublimes firmamentos, instruyen al humilde, que contempla exta­siado la emanación de la Unidad y, una vez rendida la nuca, doblega voluntad y entendimiento a la frase que encuentra bajo sus ojos: “Sólo Alá es victorioso”.

Cuatro de los leones, los que marcan los puntos cardinales, nos advierten -en las frentes insertos triángulos de fuego-, del fuego que aquí purifica y funde en uno los caminos. Tanto fuego, que aquí quedaron los más bellos rescoldos.

Viejos senderos de al-Ándalus... senderos iluminados.