Página de José Manuel García Marín

Página de José Manuel García Marín

La intención, al abrir este nuevo blog, es guardar en él relatos completos, míos o ajenos, para quienes quieran leerlos en su totalidad. Desde el blog principal pondré un vínculo a éste en aquellos artículos que, por su extensión, sea aconsejable.

sábado, 26 de mayo de 2007

El Castillo de la Calahorra - Antonio Enrique


Quien cubra la distancia Guadix-Almería, en plena ruta santa del Islam -pues en tiempos pretéritos los musulmanes acostumbraron a embarcarse aquí, rumbo a la Meca-, quedará a buen seguro asombrado cuando, a poco de la salida de la villa de Alcudia, tras atravesar un despeñadero en embudo, enfile una planicie inmensa, yerma, desolada, delimitada a la izquierda por las brumosas lejanías de la Sierra de Charches y al frente por la vertiente norte del Xolair (Sierra Nevada) que por aquel flanco cubre con su imponente y quebrado dosel la tercera parte del cielo.

Se trata de una estepa de más de 60 kms. de diámetro, una tundra a muy poca distancia del cálido mar sureño, Una gran taiga desierta, donde la nieve perpetua de las montañas remotas otorga al llano una luz inédita, incomprensible, como de ultramundo. Desde estas montañas, tenemos noticia de que bajaban, hasta el pasado siglo, osos a las aldeas; dato tanto más turbador porque, hasta hace trescientos años, esta llanura, este timbal de arena y greda, fue cruzada por camellos, de los que se han encontrado restos. En otoño, la estampa idílica del valle se consuma en la polvareda de los rebaños, pero en verano es tal la sequedad que a poco de poner pie en tierra, no es difícil sorprender algún escorpión.

Pero hubo un tiempo en que en lo que hoy es secarral inhóspito se asentaba un plantel de huertas ubérrimas, cuajadas de rosaledas, de gálbanos y jaras, tragacantos y estoraques a imagen de Oriente; el tiempo en que los moriscos, nuestros antepasados, habitaron aquí con sus costumbres que aún se conservan disfrazadas de cristianismo. Estamos, hemos llegado ya, en pleno Marquesado de Zenete, otorgado por los Reyes Católicos en la persona del favorito cardenal Mendoza, de la Casa del Infantado, por capitulación de marzo de 1490, rubricada en Sevilla. Tal Señorío agrupaba en una primera cesión las villas de Aldeire, La Calahorra, Ferreira y Dólar, a más, en una segunda, llevada a término al mes siguiente, de Jerez del Marquesado, con Alcázar (hoy desaparecida), Lanteira y Alquife: las llamadas «siete villas» del Señorío. Tierras, por otra parte, que en tiempo de godos pertenecieron al legendario conde don Julián, y que, posteriormente, Fernando e Isabel asignaron a Boadbil, en compensación por la pérdida no consumada aún de Granada, siendo trocadas, a última hora, por otros lugares de la Alpujarra, a cuya villa de Cádiar en efecto se trasladara por muy poco tiempo la errante corte nazarí.

Tal Señorío sería heredado, a la muerte del cardenal en 1495, por su hijo primogénito don Rodrigo de Vivar y Mendoza, «su más bello pecado» en tolerante expresión de aquellos monarcas. A tan bizarro señor, considerado como una de las personalidades más polémicas y sugerentes de su época, hijo del cardenal y de doña Mencía de Lemos, una de las doce bellísimas camareras que acompañaron a doña Juana de Portugal a Castilla, se debe la construcción del castillo de La Calahorra.

El castillo va a ser avistado sobre una hosca prominencia, un altozano rocoso, a mano diestra del camino. La fortaleza es inmensa, aun columbrada en la distancia, pero el gigantismo de la sierra que le sirve de fondo es tal que semeja una bella miniatura. Así el viajero se preguntará qué es de aquello y cómo es que fue erigido cuando manifiestamente ya había sido prohibida con severidad la construcción de castillos en España. Pero el viajero - discúlpesenos la presunción - anda lejos de sospechar que el castillo de La Calahorra es la construcción civil renacentista más temprana de la península, elevada paradójicamente por el último de sus señores feudales.

Pocas personalidades en efecto tan fuertes y atrayentes en su tiempo como este don Rodrigo, el cual pasó una infancia vergonzante - poco menos que escondido - hasta que, junto a su hermano Diego (el futuro Príncipe de Mélito, de cuya rama procederá la Princesa de Eboli), fuera reconocido públicamente por su progenitor, aquel cardenal cuyo valimiento le mereciera el dictado de «tercer Rey de España». Muy joven paladín, intervino en gestas y escaramuzas de la guerra fronteriza, ganando el airón de héroe en el sitio de Baza, uno de los más crueles de la toma, al despegarse peligrosamente de los suyos para abalanzarse en solitario sobre lo más grueso de las huestes enemigas, la brillante caballería alárabe, con el propósito vesánico de recuperar un pendón, que les había sido arrebatado en el transcurso de la funesta batalla, lo que consiguió.

Poseía don Rodrigo un carácter nada fácil, temerario y justiciero; personaje de la encrucijada de dos mundos: el medieval, que se nos iba, y el humanista, que se nos venía. Por lo segundo, era extraordinariamente culto, perfecto ejemplo de cortesano, tal cual fijó este concepto el embajador Castiglione; por lo primero, había en él un resabio arriscado que le hacía ferozmente independiente en materia tocante a asuntos de sus Estados. A más, despreciaba al Rey don Fernando, aunque incomprensiblemente le guardó obediencia y fidelidad a todo trance, lo cual se vio en la ocasión de sus disputas de poder con don Felipe, su yerno. Pero es el caso que él venía de la púrpura, cuando aquel monarca se mostraba villanamente tacaño -volvía del revés sus atuendos, para aprovecharlos mejor- e incumplidor eterno de su palabra real. Contra él, para defendérsele, para afrontarle acaso, construye este genuino castillo-palacio de La Calahorra, tan brutal, medieval y masculino por fuera, como delicado, renaciente y femenil por dentro.

Maridó don Rodrigo aún bisoño con doña Leonor de la Cerda, hija del todopoderoso Medinaceli. Tuvieron un hijo (los cronistas no se ponen de acuerdo en el nombre) que murió prematuramente. Pero don Rodrigo era irreductible, y pronto se dispersó en escándalos -él era para la guerra-, así como en disparates en casa de la Reina de Nápoles, que le valieron su expulsión de Valencia, donde a la sazón vivía. También en Granada -donde heredó un palacio en que habitara el Rey sabio- volvió a sus arrogancias y demasías, poniendo en un brete a las autoridades al pasearse fuertemente escoltado a la manera de un virrey por sus calles, lo que estaba prohibido, a más de entrar armado en los Consejos.

Nosotros sentimos hoy predilección y simpatía por este señor digno de la pluma de Valle-Inclán, pero no lo veían así sus contemporáneos (como aquel don Francés de Zúñiga que, sin embargo, en su escandalosa crónica, se guardó mucho de propinarle sus ironías, caso excepcional pues se burló de todos). Doña Leonor, con semejante torbellino por marido, no tardaría en descender a la tumba, por sobreparto según alguno, por berrinche de celos los más. No se afligió don Rodrigo según parece, mucho. Se enamoró a sus treinta años bien cumplidos de una muchacha de diecisiete, a la que conoció, seguramente, en Valladolid y en plena misa mayor, rodeada de sus dueñas. Tal encuentro (o hallazgo) iba a traer en jaque a la Corte. Se trataba de doña María de Fonseca, hija de don Alfonso de Fonseca, temible señor de Coca. A ésta sí va a amar, con ternura, con locura. Bien que debía ser bellísima. Y no sólo esto, sino discreta. Al fin había encontrado a su doña Ximena, pues hemos de consignar que la vida de nuestro don Rodrigo de Vivar es una pura emulación, en su caso consciente, del héroe burgalés, de que creía descender. Doña María, declaran las crónicas, era «tan señora de todos sus deberes» que jamás sostuvo la mirada de varón que no fuese el que por amor y por palabra debía. Blanca y gallarda la imaginamos. Pero no fue fácil. La familia de ella, por razones de patrimonio, rechaza el enlace impulsando a la chiquilla, por el contrario, hasta la violencia, a que se casase con su primo, heredero de la Casa, poco menos que un niño, llamado Pedro Ruiz. Los Reyes Católicos sancionan este proyecto y vedan el proyectado con Rodrigo. En consecuencia, éste se casa con aquélla en secreto, contando con la aquiescencia de su madre. Los monarcas, bajo cuya autorización debía sancionarse toda política nupcial de la nobleza, no dan crédito a semejante comportamiento del hijo de su muy dócil cardenal y se enconan por tal desobediencia. Don Alfonso de Fonseca baja de su babia, se enfurece hasta lo inverosímil e inicia los trapicheos conducentes a la anulación, lo que consigue no sabemos cómo, a más de obligar a su hija a casarse con quien él quiere. Previamente, tanto a la madre como a la hija rebelde, las ha encerrado en uno de sus castillo, las humilla y las azota. Pero olvida que doña María es de su sangre, y no cede. La noche de las bodas, doña María dirá a su desconsolado y aún no esposo que «le retorcería el cuello como un pollo (sic) si osaba ponerle la mano encima». De una pieza, aquellas castellanas. En el ínterin, don Rodrigo marcha a Roma, y prosiguen los escándalos. Al embajador don Antonio Acuña, luego obispo de Zamora, que por allí andaba en tratos contra la Inquisición, a poco lo ensarta con su lanza. El Pontífice, que lo es entonces Rodrigo Borja, a fuerza de enterizo y campechano, ve con buenos ojos el casamiento de aquel tronera español con su hija Lucrecia, que acababa de estrenar viudedad de su tercer esposo, el duque de Biseglia. Pero Lucrecia, tan bella «tal como en la sala vaticana del Papagayo nos la dejó plasmada el Pinturicchio» y tan discreta «como consta en su correspondencia privada para con su enamorada Piero Bembo» parece que no fue del antojo de nuestro marqués de Zenete: demasiado lánguida tal vez, no se parecía a Ximena. Y era más que él, hija de Papa, cuando él sólo lo era de cardenal. Y retorna, tras haberse acrisolado en aquella cultura, a España. Aquí las cosas han cambiado. El feble niño Pedro Ruiz ha muerto, como también la Reina Isabel, principal valedora del frustrado consorcio. Entonces es cuando la rapta, a María. Es un episodio singularmente novelesco, sobre el que no podemos extendernos. y se la lleva a su castillo de Jadraque. Y, mientras, el castillo de La Calahorra asciende vara tras vara los sillares de su robusta fábrica. Estamos en el año de gracia de 1508. Según documentos recientemente hallados, sin embargo, la fecha de comienzos de construcción del castillo habría que adelantarla en cuatro años. Casi contemporáneo del Renacimiento italiano. Aquí van a trasladarse María y Rodrigo.

Resulta un singular monumento, glorioso a su manera, absolutamente desconocido en nuestra época, enclavado en pleno desierto de tierra salvajes. Muchas páginas nos levaría la acción del marqués (que era ya conde del Cid y barón de Alberique) en este su estado más querido. Su despotismo férreo para con los moriscos, y sus proclividades con las doncellas musulmanes en los baños de la vecina Alcudia, sus zambras, sus pleitos contra el obispo de Guadix.

También dicen del Cid que en Valencia, antes de la llegada de doña Ximena, organizó las suyas, no supo, no pudo sustraerse de la fascinación de las mujeres agarenas. Sea como fuere, nuestro castillo está construido en su interior a la manera del Bramante, con mimo, con detalle insólito, como un soberano joyel. Tal castillo no es sino las historia en mármol y alabastro de un hermoso amor.

Por fuera un baluarte cuadrilongo, con cubos en sus esquinas coronados por medias esferas sobre adarves, de altura - los tales cubos o torreones - de «hasta donde alcance una piedra lanzada por hombre», y muros espesísimos, provistos de matacanes y aspillera, pues habían llegado ya los tiempos en que se asediaba con potente artillería, y sólo murallas bajas y gruesas resistían a la vibración de los proyectiles. Por dentro un palacio en torno a un patio de airosas galerías en dos plantas, con enigmáticas inscripciones en latín sobre los entablamentos, escudos nobiliarios de la Cerda y Fonseca, y preciosas labores de las escuelas lombarda y florentina. Y esto en medio del desierto. Magister arcium lo fue Lorenzo Vázquez, arquitecto de la Casa de Mendoza, pero éste, ya octogenario, sería encarcelado por don Rodrigo, debido a diferencias que no es preciso señalar aquí. Le suplió un genovés, el maestro Micele Carlone, quien vino acompañado por una pléyade de tallistas seguramente amigos del Buonarroti y del Torrigiano. Estamos en la luz de albores del Quinquecento. Mármoles, columnas y teselas se traen ya labrados de Italia, y son desembarcados en Adra; otros primores, como vanos y dinteles, molduras, chimeneas, se labran allí mismo. El palacio-fortaleza, cuyo muro de poniente rompe la simetría y se realza con un genuino experonte, incluido el albácar, tiene cabida para una hueste de unos cinco mil soldados.

Sin embargo, registra muy pocos actos de guerra. Apenas un asedio en el alzamiento morisco de 1567, a más de que sirviera tres años después de refugio para las tropas del marqués de Javara, diezmadas por los moriscos en los desfiladeros de las Alpujarras, cuyo acceso, el «espantable» - según Pedro Antonio de Alarcón - puerto de la Ragua, se abre, serpeante y pino, enfrente mismo del castillo, por su muro de Levante.

El castillo posee hondos calabozos donde al parecer pernoctaban las hileras de presos moriscos camino de la Cancillería granadina, armería y graneros, un inmenso aljibe en el que sospechosamente trabajó más de la cuenta un famoso alarife. Posee oratorio y sala de Justicia a vida o muerte por derecho de señorío. Un recinto militar, sobre cuya entrada figura la sugerente inscripción usque intrare licet (hasta aquí se permite pasar), que es un auténtico laberinto, a más de galerías que al modo italiano comunican secretamente entre sí las estancias más separadas. Incluye una escalinata de las llamadas «en caja», que es de un virtuosismo inverosímil. Y - penosamente hay que decirlo - salones prodigiosos con artesonado morisco que nos evocan aquellos versos del Maestro León: ni del dorado techo / se admira, fabricado / del sabio moro, en jaspes sustentado. Penosamente, porque no hay espacio aquí para que podamos comentarlos.

Aquí vivió doña Mencía, hija de don Rodrigo y doña María, casada con el íntimo del Emperador, conde Enrique III de Nassau, y en segundas nupcias con Fernando de Aragón, duque de Calabria, viudo ya de la Reina Germana. Era - tengo junto a mí la reproducción de su retrato - extraordinariamente bella, hasta que una extraña enfermedad la deformó en obesidad casi monstruosa. Fue una de las introductoras del Humanismo; de ella, en la última carta que escribiera, dice el gran Erasmo: «Heroinam a Nassau-wen Hispanus huc venientem suis litteris commendarat. Me jubes ad illam scribere, et ego nescio ubinam agat. Significabas enim discessuram». Aquí vivió doña María de Mendoza, madre de dos de los hijos de don Juan de Austria, cuando vino éste a sofocar la rebelión morisca; doña Ana de Mendoza, luego de Austria, abadesa de las Huelgas de Burgos, y Francesillo, que fuera raptado por los moros de Jerez del Marquesado. Por aquí venía el marqués de Mondéjar, personaje excepcional de su tiempo, capitán general de Andalucía, y su hijo don Diego Hurtado de Mendoza, que tal vez - la cronología coincide - leyese en alguna temporada alguna de las páginas de El Lazarillo de Tormes, del que fue presunto autor. Y nuevamente hemos de abreviar. Porque también este castillo nuestro supo del Nuevo Mundo, por dos insignes caballeros del linaje Mendoza: el accitano don Pedro, fundador de Santa María del Buen Aire, y el granadino don Antonio, virrey de la Nueva España. Aquí, en este fastuoso patio, sobre el que se elevaba una maravillosa fuente, a los reflejos tornasolados de su caño airoso, tal vez, tal vez, los niños de la Familia jugasen con piedras preciosas.

El acceso actual al castillo es de dos maneras. En automóvil, a través de un pésimo camino en zigzag, que no es recomendable, porque no merece la pena. Y a pie firme, que es lo inteligente, a través de una costanilla, tan corta como empinada, la cual arranca desde la misma plaza del pueblo de La Calahorra. Aquí, a medio camino, en las últimas casas, hay una taberna. Sugiero al viajero que entre. Es una taberna fuera del tiempo: no se sirve más que vino, sin nada que de sólido lo acompañe, hay sentados muchos campesinos jugando al naipe y, si es de noche, alumbran el local varias perillas mortecinas. El cantinero es hombre de edad, que está sentado junto a la ronda de jugadores, o sirve lentamente tras la barra, provisto de sombrero de amplio fieltro. De él he escuchado sabrosísimas anécdotas relativas al castillo. Anécdotas de administradores aldeanos de la fortaleza, pícaros y ladinos, ma non tropo. Porque del señor duque, nunca se supo (el señor duque del Infantado, propietario del castillo).

Tiempo después, so pretexto de sacar dinerillos con cargo a la restauración, unos administradores pusieron toda una carga de dinamita en el interior de uno de los torreones, con el fin de hacer creer, cuando llegase una tormenta, que fuera un rayo lo que lo destruyese. Así se hizo, pusieron la carga y prendieron la mecha... sólo que el trueno de la pólvora no coincidió con el del cielo, de lo que se dio cuenta el pueblo entero, se nos dice con expresión jocosa. Pero hay más: está el túnel secreto que desde algún lugar del castillo conduce al cortijo de la salida. Nunca se supo desde dónde arrancaba. ¿Del aljibe tal vez?

La Casa de Mendonza. La Casa de Mendoza, de quien fuese tronco de mayorazgos don Iñigo de Mendoza, marqués de Santillana, el «Divino Marqués» para quienes gustan de versos y consejas. De su sangre fue el cardenal, y don Rodrigo de Vivar, su nieto, constructor de nuestro castillo de La Calahorra. Fernando e Isabel cerraron España en la Alhambra. Pero ellos, los Mendoza, el linaje que ostenta en su escudo el glorioso sotier en campo de oro, aquí en La Calahorra, desde Mendoza en Alava y siglo VIII, la cerraron.

domingo, 13 de mayo de 2007

GRANADA A PINCEL


Así como con la luz de las hogueras el hombre prehistórico adquirió tiempo y, por tanto, autonomía, cuando estuvo preparado para salir de las cavernas y construir chozas, obtuvo la posibilidad de asentarse, en grupo, en lugares más adecuados o de su gusto, y gozó de una nueva porción de libertad.

Esas cabañas, esos primitivos poblados, fueron el origen de las futuras ciudades. Los materiales empleados, ramas, hojas o pieles, con el paso del tiempo fueron reemplazados por otros más resistentes que les ofrecían mayores garantías de cobijo, así como surgieron rudimentarias vías para moverse entre ellas y plazas para celebrar sus asambleas. Caóticas debían de ser estas calles, estrechas, insuficientes, pero efectivas según sus necesidades. Mas, a medida que el ser humano avanzaba, la “ciudad” debía acoplarse en beneficio de sus habitantes. Con la invención de la rueda se habilitaron avenidas para dar paso a los carros, y con el empleo de la piedra se construyeron murallas de defensa que les proporcionaron seguridad, pero a costa de la limitación del espacio. No quedó más solución que edificar hacia arriba, y las casas crecieron en una o más plantas, diferenciadas entre sí por su tamaño, altura, color, etc. Más tarde se dedicaron a embellecer sus pueblos, sus villas, acaso porque el hombre se complace en la hermosura. Las ciudades entonces tomaron “cuerpo” y se distinguieron unas de otras. Se las dota, pues, de un aspecto particular, una fisonomía que las caracteriza, pero, ¿la fisonomía creada permanece muerta o retorna al hombre en alguna medida? ¿No imprime carácter? ¿No influye sobre el habitante? Si esto es así, recíproco, deduciremos que, observando a la ciudad, obtendremos una aproximación de la idiosincrasia de sus moradores.
La cuestión ahora consiste en elegir un método que nos permita percibirla, y un lugar, si la extensión de la totalidad es considerable. En el caso de Granada, la elección de éste es bien fácil: la vista desde el Albayzin, con el Sacromonte a un lado y al frente el conjunto de la Alhambra. El procedimiento: contemplarla como se hace con un cuadro. Encontraremos, entonces, la enorme mole del Albayzin, con callejas de líneas sinuosas, voluptuosas, femeninas, entrecortadas por otras igualmente curvadas, que crean un fuerte efecto de movimiento, de ritmo aparentemente incomprensible, si se está inmerso en ellas, pero apacible y armonioso, visto desde arriba, que, aun sin advertirlo, penetra en nuestro ánimo, adecuado don de una acrópolis sagrada de columnas cipresinas. A la izquierda, el Sacromonte, perceptible pero difuminado, como contrapunto de reposo a la mirada.
Las rígidas líneas rectas de la Alhambra, verticales, seguras, estables, cómplices de las horizontales, sin las cuales no son nada, sólidas éstas y masculinas ambas, protegen un mundo de sensualidad, que ocultan, como un cofre de hierro de perfiles dentados, su interior cuajado de encajes. Ellas absorben la atención de nuestras pupilas, descansadas por el efecto de los tonos del Albayzin, ocres y blancos punteados de verde oscuro. Es una masa menor, pero equilibra, por su emplazamiento, en el imaginario lienzo, y por el grueso de las umbrosas pinceladas que semeja el bosquecillo de la colina, con tal efecto de realce, que aísla la Alhambra de la tierra y la hace levitar, como si de una roja llama se tratara, anhelante de cielo. Podría intuirse que ascendiera, que huyera, si no fuera por el límite impuesto por el trazo blanco de las nieves de la sierra, que la retiene estática. Allí se unen hielo y fuego indefinidamente, improfanables, envueltos en el azul granadino; ni aquél se funde, ni éste se extingue.
Desde esta perspectiva, el observador queda sumido en el silencio, y si, al pasear, tenía un destino al que dirigirse, lo olvida, lo pierde, se abandona, sometido a esa alquimia mágica que lo hará permanecer sumergido, ya para siempre, en esta ciudad, atanor de la belleza. Quizá es que Granada sea el recipiente y nosotros el objeto a transmutar.